domingo, 19 de marzo de 2023

Marzo

El tiempo había estado extraño toda la semana. Esa mañana, cuando despertó, había un sol radiante y el cielo estaba despejado. Parecía que iba a ser uno de los últimos días veraniegos de marzo, pero no fue así. Durante el transcurso de la tarde, nubes color plomo invadieron la ciudad. Se ubicaban de a una por delante del firmamento turquesa, y a eso de las 18, comenzó a llover. 

Ella se sentó en el escalón de un comercio, resguardada por un techo amplio de chapa. Suspiró varias veces en unos cuantos minutos, y miró su paraguas roto. Había querido estar preparada por sí la lluvia llegaba a aparecer, pero la suerte no había estado de su lado. Con un poco de viento el material cedió frente a la tormenta veraniega, dejándola a la intemperie.

Rápidamente un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le acobijó un nudo en la garganta que amenazaba con comenzar una sesión de llanto. Ella quiso retenerlo, pero un trueno sonó muy próximo, y la distracción la hizo ceder ante aquella sensación. Los ojos se le llenaron de lágrimas y unos sollozos escaparon de su garganta. Por más que intentó, no pudo frenar la lluvia siguiente. No había paraguas que resistiera tampoco a la tormenta que la seguía desde hace tiempo.

Cada marzo era igual. Las emociones salían debajo de las piedras y le entraban lastimándole la piel. Se le hacían ronchas que rascaba sin tapujos, y que odiaba al tener que curar con una loción. Una tristeza infinita la inundaba al punto de casi ahogarla, sin que supiera exactamente por qué estaba sufriendo. Hasta que caía en cuenta.

Todos los años ella cumplía un año más, aunque festejaba otro aniversario. Era un fanrasma que la seguía todos los días, pero que se hacía casi corpóreo en marzo. No lo notaba hasta que lo tenía encima, chupándole la poca energía con la que seguía funcionando en este mundo.  Ese año en particular, se preguntaba por qué. Por qué ella seguía allí, respirando, existiendo, cumpliendo años que parecían robados.

Ella sabía que no había robado nada. Todas sus acciones habían sido siempre premeditadas, por no podía concebir la realidad de otra manera, y la dirección de sus actos siempre era la misma: hacer lo mejor que podía, sin herir a nadie. Pero las situaciones del mundo la tomaban por sorpresa, y le presentaban el imprevisto de los resultados ajenos. Ella no quería cargar con todo eso, pero a veces no quedaba otra. Hubo un momento en que le parecía pesado, pero ahora caminaba arrastrando aquello como si fuera liviano. Cualquier obstáculo que se le presentara, aunque pareciera molesto, se volvía ingrávito sobre su espalda. Nadie había peor que aquella carga de existir sin su existencia.

Y aunque el paso de los años la hubiera llevado a situaciones poco ventajosas para su corazón, y la coraza que la protegía se había vuelto permeable, ella continuaba avanzando. Sin fuerza, sin ganas, con el único objetivo de ganar un poco de placer en un mundo tan hostil.

domingo, 20 de febrero de 2022

Del desamor y aquel abismo

Siempre me costó hablar desde la felicidad y desde el amor. Mis musas han sido, desde que tengo memoria, la angustia y el desamor.

Es inmensamente doloroso ver cómo la felicidad se te escurre de las manos. Ya no ver en un par de ojos hermosos el amor que te supieron profesar.

Irrita la piel esa indiferencia mediocre de quien juró que eras especial. Incluso cuando el miedo de ser importante para alguien me ahogaba sentí una mano suave que, cansada, me terminó empujando a un abismo al que ya me había entregado mucho antes. Me sentí tan desprotegida que me endurecí en un segundo, furiosa por la ingenuidad de mi mente y de mi corazón. Nunca me había desnudado así, y de pronto notaba que me ardían la piel y los nervios de estar tanto tiempo expuesta bajo el sol de enero. Y ese febrero que ya no sería...

Pero en medio de la caída unos lazos tiernos me sujetaron de la cintura. Me sentí desconcertada y miré hacia arriba: creía haber estado cayendo hace siglos, pero la luz estaba muy cerca. Sentí una calidez solo propia de un amor maternal, que me llenaba los órganos con una radiante sinceridad. Me senté en el capullo que se formó a mi alrededor, que me elevaba cada vez más cerca de la superficie. El agarre de mi cuerpo se hizo flojo a medida que los segundos pasaban. Me encandiló la fosforescencia del día y una mirada llorosa que me pedía que me quedase ahí arriba. Que no abandonara. Que continuara amando. No pude ni dudar cuando de pronto el capullo explotó en un millón de flores carmesí. Así que eso era el amor, y ahí estaba. Siempre tan cerca. Siempre tan callado. Siempre tan noble.

Pero yo ya tenía miedo, y el abismo me parecía un lugar más seguro por más conocido. Cuando iba a volver a donde pertenecía, me volteé. Y ahí estaban esos ojos, que se limpiaron las lágrimas con unas manos suaves y enormes. Pensé que iban a correr a rescatarme otra vez, pero no pasó. Me sonrió por última vez, sabiendo que esa calidez sería siempre solo nuestra, y emprendió una carrera en mi dirección. Pero cuando llegó hasta a mí, siguió de largo. Evidentemente eligió el camino de la angustia.

Yo me senté en el borde y suspiré. Todo era muy pesado en mi pecho. Mis sentimientos descontrolados aprendieron a calmarse rápidamente con el tiempo. Ya no estaba segura de querer lanzarme allí abajo. Podía quedarme apreciando la existencia lastimosa que me persigue por toda una eternidad. Hasta volver a sentir ese calor.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Autoboicot y autodefensa

 Me gusta cómo huelen las mañanas. Tienen aroma a café, a cariño y oportunidades. No me gusta, sin embargo, su sabor. Saben a un esfuerzo que no quiero hacer, a repetición y hartazgo. Entonces me levanto cada día con una sensación ambigua de la que no me puedo deshacer hasta bien entrada la tarde. Para dónde se inclina la balanza tiene que ver siempre con la noche anterior. Los placeres de lo nocturno me dotan de herramientas que me ayudan a sobrevivir a la luz. 

Sucede también que a la mañana mis pensamientos son mucho más grises. La chispa de lo que me hace ser yo misma no llega nunca a encenderme. Y me encuentro muriendo por dentro más rápido de lo que puedo regenerarme. Es una carrera diaria contra mi mente que, en su energía más baja, no hace más que llenarme de miedos y discusiones contra los fantasmas de lo que debería sentir y no me permito. No soy más que un cuerpo débil con un interior que parece indestructible pero destruye mi motivación. Me esfuerzo en regocijarme en los olores que me hacen feliz y que me sacan de contexto. Pero como soy mi enemiga íntima, y a la vez quien se encarga de cuidarme me hallo en una encrucijada que no me deja respirar. Son fuerzas que chocan y me controlan, me hacen pasar a estados de autodefensa y autoboicot de un momento a otro, y se combinan. Lo peor del caso es la forma en que todo eso se canaliza hacia los demás. No me hago dramas por tratarme porque estoy en esta situación desde hace años, ya sé cuándo darme atención porque es un problema real; y también sé cuándo solo busco herirme porque eso es divertido. Pero, ¿cómo le explico el desastre emocional que soy a alguien más? 

Durante años evité hacerlo. Siempre consideré mejor para mí misma y para el resto mantenerme alejada de los vínculos fuertes. Los que tuve se extinguieron en el fuego y quedaron como brasas calientes sobre las que transito mi vida. Pero bajé la guardia un momento y ahora soy, otra vez, un manojo de cicatrices que quiere ser acariciado para que el mundo deje de doler. Todo es nuevo entonces y me lleno de una frustración que se exalta con el sol matutino. Me dan arcadas de impotencia cuando no puedo controlar lo que siento, porque no entiendo que no tengo por qué organizar mis emociones en un estante de vidrio. Pero me da seguridad verlos allí, en la imperfecta sintonía de todos los días. Me secuestran los ataque de rabia por no poder expresarme como quiero, solo porque no tuve la práctica de materializarlos. Me vuelvo la víctima de mi incapacidad y me pongo a recoger los pétalos que se cayeron del rosal, porque es mucho más sencillo que cortar la flor con las manos desnudas.

Me desarma sentirme en una mañana eterna, llena de juicios de valor que se deforman en la masa densa que es mi rostro hacia adentro. Nunca voy a poder proyectarme porque no existe forma física que me contenga realmente. Mi cuerpo no basta. Poner barreras a mi alrededor siempre me sirvió para protegerme, pero eso me quitó la posibilidad de estrenarme en una realidad material que solo me hace sentir cómoda cuando me da placer. Los infortunios y las tifones me asustan y quiero volver a la cueva, pero cada vez que regreso sé que es otro fracaso. Estoy perdiendo la pelea contra el mal sabor de boca. 

jueves, 25 de junio de 2020

Desespero

Voy a pasar el resto de mi vida imaginando cómo hubiera sido todo si siguieras a mi lado. Te convertiste en mi poesía y en mis lágrimas más tristes. En mis gritos ahogados. En mis recuerdos más felices y más dolorosos. Amar hace tan mal cuando perder es tan sencillo. Y mirar la noche ya no es disfrutar del firmamento sino pensar cuál de esas estrellas serás vos. Ya no puedo meditar mis actos en paz sin plantearme si te gustará el camino que estoy tomando. No puedo escuchar el silencio sin aguzar el oido para captar tu voz en un eco. Y aún en el más bello de los lugares estaré triste porque voy a ser consciente de que deberías estar a mi lado disfrutando conmigo. Mando al diablo todo a mi alrededor por un segundo más en tus brazos, puedo jurarlo. Necesito ayuda, pero solo la que vos podrías otorgarme. No quiero oir otras palabras que no sean las que pronunciarías. No quiero reír si no es por tu risa. Pero tampoco quiero llorar más por tu ausencia. Así como tampoco hubiese que te volvieras etéreo sin haber pensado un segundo más en mí. ¿Cómo pudiste haber creído que podía seguir sin caminar tus pasos? Si nunca aprendí a bajarme sin tu confianza, si no me enseñaste a continuar sin tu afecto.
Te extraño más que a mi lado feliz. Amo haber sido la princesa de todos tus palacios, pero me hubiera gustado que reinemos juntos mucho tiempo. Solo me queda esperar para volver a verte.

jueves, 28 de mayo de 2020

Buenas noches Rey Sol

Rubius era el gato más mala onda de todos. Y además tenía mucha mala suerte. Lo adopté con 45 días y un hongo en la cola que odiaba que se lo queramos curar. Yo no estaba en mi casa la noche que lo trajeron y por eso mi hermano le puso el nombre. Como era muy parecido a Wilson, el gato del Rubius. Me pareció hasta lindo entonces le quedó así.
Cuando tenía seis meses me mudé a un monoambiente y mi mamá no me dejó llevármelo porque, y cito literalmente: "pobre animal, te va a tener que soportar entre cuatro paredes". Pero un día lo intoxicó con una pipeta que no era para su peso, y después de una corrida al veterinario aproveché y me lo llevé escondido en un bolso. Ahí fue que lo hice tan malcriado, inevitablemente. Yo llegaba de trabajar a las siete de la mañana y él se despertaba a ronronearme mientras me quejaba en voz alta. Me pedía comida con un maullido corto, que yo servía sin dejar dejar de hablarle. Al acostarme se me tiraba encima, y caíamos ambos en un sueño pesado hasta que alguno tenía el hambre suficiente para volver a levantarse. Se enojaba si no pasaba mucho tiempo en casa y era celoso de cualquiera que se me acercara demasiado. Le gustaba dormir sobre mis apuntes del CBC, y era una bolita rubia-anaranjada en medio de un desastre de textos de Antropologia.
Cuando volvió a la casa de mi mamá, él antes que yo, tuvo que acostumbrarse de nuevo a convivir con más gente y le costó. Nunca le dejaron de costar los cambios, pero a nuestro alrededor se daban con frecuencia e intempestivamente.
En uno de los peores momentos de mi vida, se enfermó. Me levanté a las siete de la mañana durante un mes para caminar veinte cuadras hasta la veterinaria, con él a upa. Casi se muere y bajó de peso excesivamente. No dormí no sé cuántas noches porque lloraba de dolor y me ronroneaba cuando lo iba a acariciar. Pero varias internaciones y una operación después, mejoró; y por primera vez en tres años se me subió encima y me amasó con sus patitas. Después de eso no dejó de hacerlo nunca.
Cuando llegó Mushu lo aceptó tan rápido que me sorprendió. Mushu es todo lo contrario a Rubius, es un felino enorme, amistoso y cariñoso, y aún así se llevaban muy bien. Dormían juntos y se peleaban a las tres de la mañana sobre mi cama. Se lamían entre ellos y se defendían de los gatos del barrio.
De todas formas nunca dejó de ser odioso y malhumorado. Solo se dejaba alzar por mí, y solo dormía conmigo. Cuando no estaba se acercaba despacito hasta la orilla de la cama de mi mamá y se acomodaba ahí. Durante las tardes de primavera dormía la siesta en el patio, abajo del sol. Me gustaba decirle Rey Sol, por el color doradito de su pelo y su arrogancia francesa.
Le gustaba cazar mariposas. Me las traía aleteando, moribundas, y me las dejaba a los pies mientras yo estudiaba en el comedor. La última semana me trajo un pájaro. Creo que lo asusté, porque lo obligué a soltar al ave y lo reprendí. Después me terminé retractando, porque se paró en la ventana y estuvo mirándome feo un buen rato. Cuando yo cedí, él también cedió.
Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños, y yo veía reflejado en él cada uno de mis defectos. Pero lo amaba un montón así como era; y a pesar de todos mis errores y malas conductas, en todas mis noches amargas él se sentó al lado mío mientras yo lloraba. Perderlo después de seis años juntos, cuando había imaginado que lo iba a ver envejecer, duele tanto que no lo puedo describir. Siento que cada vez voy perdiendo más de mí y que no me puedo recuperar. Que todo lo aguanto menos y ante cualquier malestar repentino soy un mar de lágrimas y angustia.
Lo que menos necesitaba era perderte, y lo que más me hubiese gustado era despertarme una noche y tenerte en mis pies, sentarme somnolienta y acomodarte bajo el acolchado. Y susurrarte: Buenas noches, mi Rey Sol, para luego seguir durmiendo tranquila. 

martes, 11 de febrero de 2020

Flotar

No me cuesta volver a la oscuridad. De hecho me resulta tan fácil que no estoy segura de que no seamos una entidad única. A veces siento que pertenezco allí, que soy parte de ella, que no importa de cuantos colores quiera pintar mi vida, de nuevo todo se va a llenar de sombras.
En ocasiones divago sobre mis momentos de lucidez. Parece que estoy allí, mirando el cielo en una noche tan clara, perdida en mis sentidos vulgares y riendo como si todo fuera gracioso. Pero la verdad es que esa no soy yo. Y escucho una voz en mi mente que me lo recuerda, me hace saber que estoy fingiendo, y que detrás de toda aquella escena que monté estoy realmente: desnuda, derritiéndome en tonos azules que se confunden con la opacidad de mi alrededor.
No quiero ser esa, pero siempre vuelvo.
Llorando cada lágrima de tinta negra que me ensucia, con los fantasmas que me acompañan desde siempre (¿siempre estuvieron ahí?) y me dan vueltas porque les divierte verme borrándome después de pretender ser lo que no soy, y que jamás seré.
Me gusta decir que soy esa misma, pero más fuerte, cuando en realidad soy frágil como el cristal de una copa antiquísima. Pero no soy vieja. Aunque mi alma temblequee como la de una anciana, recupero luz cuando vuelvo a configurarme. Y otra vez estoy allí, envuelta en un mar calmo, respirando agua salada, creyendo que puedo flotar una eternidad.
Pero la oscuridad está ahí, me acecha, se funde conmigo y me absorbe. Y a mí que no me cuesta nada...

martes, 16 de abril de 2019

Escribir bonito

Desde muy, muy chica, siempre me dijeron que escribía bonito. Que era fascinante que pudiera plasmar las ideas que tenía en la cabeza de manera ordenada y con una estética agradable. Nunca tuve dudas con respecto a eso, y me terminé de convencer cuando gané un concurso de cuentos en mi escuela a los siete años.
Aprendí a leer alrededor de los cinco, pero incluso antes de eso veía las imágenes de los libros que me regalaban y les inventaba una historia. Mi familia estaba entusiasmada con ello, pobres, pensaban que iban a  tener una escritora en la familia. Y yo, realmente, creía lo mismo.
Mi papá me alentaba en este juego porque a él también le gustaba escribir. Me sentía conmovida por las notas que me dejaba antes de irse a trabajar y por su manera triste y dulce de narrar sus sentimientos. Estaba segura de que había heredado eso de él, y llenaba cuadernos enteros con palabras melancólicas y lejanas. Pasaban los años y yo reforzaba mi idea sobre cuál era mi talento. Le escribía a la gente para que puedan leer lo que estaba sintiendo, y solo de vez en cuando me expresaba en voz alta. Como hasta los catorce años, a mis amigas y amigos les regalaba cartas para que sepan que, aunque nunca les decía nada, eran muy importantes para mí.
En una etapa de mi vida, lo único que podía hacer cuando estaba triste, era escribir. Me sacaba de contexto y me permitía clarificar mis ideas. Me dejaba llorar sobre el papel y me ensuciaba de tinta las manos. Tenía un nudo en la garganta por las emociones que no podía hablar, pero podía escribir.
Pero empezó a volverse fastidioso.
Porque sí, lo que escribía era una manera muy solemne de manifestar cómo me sentía, pero cada letra estaba milimetrada, buscando que suene bien dentro de la oración que le correspondía y empezó a volverse muy ajeno.
Porque sí, podía expresarme por ese medio para mí misma, pero jamás iba a llegar hasta ninguna persona si solamente les dibujaba párrafos.
Porque sí, mi papá era excelente narrando sus aventuras de héroe solitario, pero nada de lo que hacía se correspondía con sus acciones. Creo que ese fue el punto determinante.
Me di cuenta que las palabras son efímeras aun cuando las dejás asentadas. Que podés prometerle a alguien el sol, el cielo, las estrellas y amor incondicional y eterno, pero aunque lo dejes firmado, si tus actitudes no están orientadas a ese fin, no vale nada.
Era muy buena escribiéndole cosas bonitas a mi mejor amiga y a mi tío en cada cumpleaños, en cada ocasión especial. Y rebosaban textos que les prometían hacer lo que sea para que continuasen siendo felices. Y ambos se murieron de infelicidad, agonizando quién sabe cuánto tiempo porque solo pude arrojarles palabras que eran intrascendentes porque mi accionar no se condecía con ellas. 
Y yo, que ya sabía lo mentiroso que mi papá fue siempre en su escandaloso y artístico modo de transmitir las cosas, hice exactamente lo mismo que él. Jamás fui capaz de labrar en acciones todo lo que decía. ¿Hasta qué punto soy diferente a él? No voy a poder escribirle cartas a cada persona que necesite saber que la quiero. Y aunque pudiera hacerlo, no tendrían valor si no puedo darle un sustento tangible.
De vez en cuando, tengo la necesidad de volver a escribir. Porque cada tanto requiero reorganizar mis ideas otra vez y hacer una introspección. Supongo que nunca voy a romper mis lazos con la tinta y el teclado, pero quiero que en el futuro alguien me recuerde por la actitud que tomé frente a la adversidad, no solo por escribir bonito.